Recojo hoy esta reflexión del blog “A simple vista”, de Pedro Simón, en el periódico digital EL MUNDO, que se publicó
el 4 de febrero de 2014.
Lo hago por la lucidez del corazón que
se hace palabra. Por la dulce tensión que expresa entre la calidez y el cansancio del quehacer diario
en una casa con hijos.
Me he reconocido en ella de tal manera
que no renuncio a guardarla en este blog para compartirla y releerla más
adelante. Puede que así valore más y mejor la felicidad del perfecto desorden
que vivo día a día.
Le agradezco a mi mujer que me la
enviara esta mañana por WhatsApp. Un gesto más de calor y humanidad que han
favorecido los “aparatitos”. Puede que la tecnología no sea tan fría. Siempre
he pensado que será lo que decidamos que sea: según cómo y para qué la utilicemos.
Pero este tema lo abordaré en otro momento, que si no me enredo en lo que ahora
no toca…
Para leer el original
pincha aquí.
Te tropiezas con un
balón de espuma y encuentras un muñeco bajo el sofá. Giras el grifo del lavabo
y descubres que anida un pato de goma. Abres la sandwichera y ahí
están, achicharrados, tres cromos del Osasuna.
A veces maldigo este caos de casa tumultuosa con niños. Pero sé que algún día maldeciré todo el orden a solas que vendrá después.
Vuestros libros ordenados, pero sin ser abiertos. Vuestras camas hechas, pero frías. Los platos pulcramente recogidos en la alacena, pero sin nadie con quien comer.
Tener hijos y salir a la calle es como llegar a la ceremonia de los Oscar de sobrado con dos estatuillas bajo el brazo, una hora antes de que empiece la entrega de premios: sabes que te los has ganado seguro.
Tener hijos es pisar la acera a las ocho y media con toda la gimnasia hecha: los abdominales del estrés, las flexiones del 'no se puede', el pilates del 'haz lo que debes', el yoga del 'aprovecha el tiempo', los lumbares de la desobediencia y de la sinrazón. En tan solo media hora, mientras te aseas. Así que cuando sales al mundo adulto ya no te acojona nada y todo te preocupa lo justo.
Para convención popular, la que montas un domingo lluvioso en casa con los amigos de tus hijos.
Para dimisión irrevocable, la que te presentan cada día que les pones verduras.
Para exclusiva, la de que el pequeño tiene otra novia y no hace declaraciones.
Para 'share', la audiencia que os da mamá durante le cena, siempre con un cuento delante.
Para traición, la mía, que nunca estoy; la vuestra, que habéis preferido la Play a las chapas.
Para problemas laborales, los que me da esa ortografía en huelga y sin servicios mínimos
Para inflación, la de los besos de Martín, que cada vez los vende más caros.
Para crisis, la que acontece cuando se acaba el verano.
Me lo enseñó una tarde mi abuela, que lo llevaba escrito en un marcapáginas y leía una novela de Capote, eso de que los legados más importantes que los padres y las madres pueden dejarles a sus hijos son dos: uno son las raíces; el otro, las alas.
Algún día regresaré a casa tarde a causa del trabajo (o de la falta del mismo). Abriré la puerta del salón y todo estará en orden. Será que habéis volado, vaya. Entonces echaré en falta la felicidad que era este perfecto desorden.
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