El
miércoles comezó la cuaresma, por tanto estamos en periodo de ayuno y
abstinencia. Me gustaría reflexionar sobre el origen de esta práctica y sobre
su sentido en los tiempos que corren, pero lo dejaré para otro momento.
Para
ser austero y penitente me basta con el sueldo que tengo, y para tomar
conciencia de mis pecados solo tengo que encender el telediario y reconocerme
sangrando en las fronteras de Ceuta y Melilla o ahogándome en el Mediterráneo,
porque algo de mi humanidad sangra y muere con ellos cada día. (Perdonen, pero soy del
sur).
Así
que he decidido cambiar la penitencia que tenía pensada por un poco de
silencio, el suficiente para verme obligado a detener el paso y dejar por un momento toda
actividad. No hacer nada en los tiempos que corren, tal como se nos ha educado,
me parece una penitencia cruel pero necesaria.
Esta es la primera pregunta que se me ha ocurrido durante mi penitente
momento de no hacer nada: ¿debo portarme bien para “ganarme” el amor de Dios, o
más bien, me porto bien como consecuencia de haber sido amado por Dios?
Creo
que nuestra mentalidad voluntarista se ha colado cruelmente entre nuestra
espiritualidad y nuestra forma de entender a Dios. Si el amor de Dios hacia
nosotros dependiera de nuestra capacidad para ser buenos y hacer cosas buenas
lo tendríamos un poco crudo. Puede que vaya siendo hora de asumir
que el pecado es una parte constitutiva de nosotros y no hay manera posible de limpiarlo o desterrarlo. Probablemente tomar conciencia de esto sea una
de las principales condiciones para relacionarnos con Dios. Si el pueblo de
Dios en el desierto no hubiera tenido conciencia clara de su esclavitud habrían
rechazado la libertad que Dios les ofrecía.
Tampoco
me imagino a Jesús de Nazaret diciéndole a Zaqueo: mira, cuando cambies un poco
entonces puede que te deje invitarme a cenar; o despachando al centurión
haciéndole entender que no puede curar a su siervo así sin más, sin pedir perdón
por nada, sin cuestionarse nada de su vida como soldado, sin ánimo alguno de
arrepentimiento o conversión. No me imagino tampoco el semblante de los
presentes cuando Jesús narró la parábola del padre del hijo pródigo, y no
quiero ni pensar en lo que tuvo que sentir el apóstol, autor del evangelio,
cuando describió a Jesús en la cruz pidiéndole a su Padre que perdonara aquella
atrocidad porque no sabían lo que hacían.
En
cambio hubiera dado lo que fuera por presenciar la disputa entre Pablo y Pedro
sobre cómo se estaban impregnando las enseñanzas del “maestro” de mentalidad
judía: el cumplimiento de la ley, la justificación mediante el sacrificio, formar
parte de los escogidos…
Quiero
decir que si existiese un termómetro que reflejase mi acercamiento a Dios, la
medida no subiría por mis buenas y piadosas obras (pude que incluso bajase por
ellas), en todo caso subiría más cuanta más conciencia tuviera de mi
imposibilidad para ganarme el amor de Dios. Reventaría incluso, dicho termómetro, al descubrir que soy amado precisamente por mi debilidad. En ese momento se
produciría el cambio de la servidumbre al amor. Amaría no para ganarme amor
alguno, sino como consecuencia irremediable de haber sido amado. Perdonaría,
aceptaría, comprendería, acogería… todos los “ías” serían posibles gracias a la
gratuidad de un amor incomprensible que justifica sin justificaciones.
Libertad,
responsabilidad de mis actos y consecuencia de mis acciones… Por supuesto, pero
sin convertir el amor de Dios en un trueque: “yo te doy tu me das”. La ley no
puede ser quien determine la presencia o la ausencia de amor. No hay precio que lo pueda pagar ni sacrificio con que se pueda ganar. En todo caso debemos hacer memoria: “haced
esto en memoria mía” y no sacrificio expiatorio.
No
podemos decir: el amor de Dios es incondicional, pero depende de cómo nos portemos…
¿Cómo
se juzgarán nuestras obras?... no tengo ni idea. Por la cuenta que me trae
espero que se nos juzgue desde el amor. Un amor tan incomprensible como el que
se manifestó en la cruz.
¿Existe
el infierno? Por supuesto, y está lleno de fronteras, poder, corrupción e
indiferencia. Lo hemos creado con nuestros miedos e intereses.
Dejemos
de mendigar amor por temor a perderlo y salgamos al encuentro de Dios como el
hijo pródigo. El cielo que espere… ya habrá tiempo para eso. Ahora toca salir
al encuentro de los últimos para devolverles lo que les estamos robando. Salir
al encuentro de Dios que está hambriento, sediento, enfermo, desnudo e indefenso en alguna patera o vete tú a saber en qué frontera…
Estoy
seguro que será Dios mismo quien no permita que nos perdamos entre tanto afán.
Nos cogerá de la mano y nos llevará al templo para orar a su Padre. Nos mirará
con el mismo amor con que miró al joven rico y con ternura nos dirá: tranquilo,
te conozco, conozco tus males, pero yo confío en ti, te amo y te necesito. Oremos…
dejemos todo aquello que lastra nuestro corazón y volvamos con los benditos de
mi padre.
______
No
he pretendido hacer teología (pues no tengo formación para ello), solo he
querido soñar en voz alta. Por tanto que no se ofenda nadie, que solo he
querido soñar…
Redes...