Redes...

Entre la pasión y el misterio

Esta entrada es continuación de la anterior: La liturgia del ciruelo, y hace referencia a la obra ya citada.

Hay lecturas que te transportan hacia paisajes interiores, espacios emocionales propios que estaban ahí sin que lo supieras. De pronto te reconoces en ellos, te descubres caminando-te y  asombrándote de la belleza virgen que te habita.

Hay lecturas desde las que puedes leerte. “Balbuceos del misterio”, de Sandra Hojman, es una de ellas.

Es un libro  que te desnuda a cada paso de página sin experimentar pudor alguno; es como ponerse ante un cristal traslúcido que deja entrever, en la sombra de quién lo ha creado, a quien lo está recreando.

Los textos que he extraído del libro hablan sobre el misterio de la vida, del milagro que se origina en el vientre materno y no deja de expandirse a lo largo de nuestra existencia. La reflexión que ofrece la autora es apasionante y conmovedora, dejando que la belleza de la vida nos salpique de emociones y sentido. Es hermoso reconocer una parte nuestro origen… y revelador…

Balbuceos del misterio. Un viaje a la experiencia humana.
Sandra Hojman. Ed. PPC

En el vientre materno.

Inicios
Chocan dos entidades, se abrazan, se quiebran, se aman; cómo nombrar el evento de la concepción.

Una se deja horadar por la otra, que la abre, la parte sin dañarla…

…Estallido mágico como de fuego artificial, pero tan natural, tan genuino, tan intenso. Los dos se rompen para congregarse, y de esa trasgresión del límite, de esa confusión de los distinto, brota la novedad.

Se cierran bruscamente las puertas de acceso para que lo hecho, hecho esté. Me gusta imaginar que ese es el instante del soplido de Dios, cuando impregna con alguna de sus facetas esa humanidad recién asomada, cuando lo único se hace carne.

Se lanza el proceso. Todo es vértigo, se  suceden las multiplicaciones, lo que era se deforma o tal vez se transforma, y no se quiere conformar. A una velocidad increíble se unen y se separan núcleos, donde eran dos son cuatro, enseguida ocho y dieciséis.

No logro adaptarme a un tamaño cuando cambió. No puedo decir “acá estoy” en verdad, porque esto que era hace un instante adquirió otro enlace, dejó de ser. Fluyo en los avatares de mis células que corren a la proliferación.

Acá estoy. En total oscuridad. Espacio tibio, vacío habitado que me va haciendo lugar progresivamente, que se ensancha con mi empuje, se deja estirar. El mundo se adapta a mis embates, y algo de eso voy a añorar toda la vida: que lo otro me deje expandirme, también que obedezca a mi movimiento, incluso caprichoso.

Soy puro cambio, y por eso aún no soy. Paradoja de lo móvil, que me define como viva y, sin embargo, requiere detenerse para lograr darme forma. Cuando amaine el ritmo y algo comience a establecerse, entonces irá aclarándose si soy viable, si puedo ser más que células en frenética reproducción.

Se diferencian tejidos; necesaria cristalización para pasar de sustancia orgánica a cuerpo, y cuerpo humano. Esas durezas van dando consistencia a mi materia.

Lo que se aquieta me hará ser quien soy, y no soy yo si me detengo. Entre fluidez y estabilidad se jugará mi identidad entera. Seré idéntica a mí misma solo si tomo algunos rasgos, y solo si estoy abierta a modificarme en el flujo de la corriente vital que siempre empuja novedades…

Acá estoy abriendo registros, reconociendo sensaciones.

Hamacándome en el líquido que cobija; sostenida por el vaivén. La vida será oscilación: aprendo aquí mismo a dejarme mecer y a ser sacudida.

Constato desde ya la relatividad de todos los parámetros que dependen de mi orientación. No hay arriba ni abajo, todo es circular; ahoga o nutre, encierra y resguarda.

Así será en adelante: mi mirada otorgará la connotación, decidirá, pondrá jerarquías. Será un desafío conservar esa inocencia, es mía la potestad de dar o descubrir el sentido de lo que viva. Más allá de “lo que es” estoy yo dándole forma.

Hacia el vacío
Este espacio seguro que habito y me habita empieza a quedarme pequeño. Los movimientos se restringen, se esfuma la comodidad. Necesito abrir camino.

Es grande la tentación de quedarme quieta, ahora que el vértigo cesó, que tengo rasgos definidos, que parece que “soy”… Es inmenso este universo que me brinda todo, que no da lugar siquiera a la pregunta. Es inmenso este universo del que ya puedo tocar las paredes. Es infinito porque es el todo, mi todo, lo único existente.

Sin embargo, hay una fuerza que me impulsa a más. Hay algo, un más allá, “lo otro”. Un afuera de este sitio confortable más allá de lo indudable, más allá de lo que es, de lo que siempre fue. Hay algo además del mecimiento. Habrán encontrado intuiciones semejantes los navegantes del Medioevo, los creadores de naves espaciales, los microbiólogos. Otra cosa. Ignorada y viva en la promesa.

Una sed. No entiendo de qué, porque surge cuando estoy completa; sed sin carencia que alborota las entrañas. Una potencia que pugna por quebrar mi mundo.

El misterio. Una luz invitadora. El abismo incomprensible. La nada tal vez; o un nuevo todo.

Unas voces que me nombran sin que registre su fuente.

Allá voy. Al riesgo. Impelida por esta tormenta de líquidos y presiones que se generó a mi alrededor. Me aprieto, es la puerta estrecha la que convoca. Parece mala decisión… Me ahogo en la angostura del canal, no paso, es más minúsculo aún que lo que acabo de dejar. Mejor regreso. (Tantas veces en los años futuros tendré esta experiencia de ajos y cebollas añoradas.)

No esperaba el dolor, la compresión del pecho, la cabeza atenazada. No sabía de ese foco desdibujado que a ratos vislumbro, que me hace confiar en que del otro lado hay algo más grande que un agujero. Tremenda tensión que no tiene retorno: no puedo volver atrás; por delante, “Lo ignorado”. La convicción de que quedarme hubiera sido morir, pero en espacio protegido; la incertidumbre absoluta.

De repente, un alivio. Que no dura ni un segundo; aflojó el aplastamiento del cuerpo y me asalta el ahogo. La sorpresa del primer aliento.

En el aire. Sin sostén alguno; el vacío me rodea, caigo sin fin entre estas paredes desaparecidas que rozan, pero no atajan.

Y grito. Aúllo mi indefensión. Lo solté todo y se derrumbó mi planeta. El universo me expulsó. Solo tengo mi bramido para recordar que aquí estoy…

El encuentro
Ante el vacío, unos brazos.

Un calor. Seguro o no tanto. Un abrigo que se hace cueva. La tranquilidad cuando se relajan. Saberme mecida, ritmos que convocan la placidez una vez más. Algún resabio conocido en esos olores que están ahí para mí, con más o menos ternura presentes frente a la nada que me rodeaba.

Abandonarme a esos brazos es un riesgo extremo. Lo contrario es desaparecer en este abismo que boga por tragarme apenas la calidez se aleja. Mi única oportunidad para no diluirme es aferrarme –deditos minúsculos de hierro- a este salvavidas que se me ofrece: nuevo universo que me recibe, a veces tibio y otras rígido o temblequeante, pero con la certeza de la presencia. Incluso si me rechaza, allí lo encuentro, cercanía negada igualmente real.

Y soy pura fragilidad, y soy también la irreductible prensión de mis manos, el grito que se propaga, la succión briosa arrebatando vida.

Frente al terror: mi poder y los sudores compartidos. Salto a la confianza…

Experiencia de ser recibida. Como la llegada añorada o la visita inoportuna, hay un lugar esperándome. Caigo en un molde que recoge mi forma, que rescata de lo informe. De cemento o de silicona, más o menos maleable a lo que traigo con migo. Hecho de sueños mil veces acariciados o forjado en el desprecio; soy fruto del deseo o la imprudencia, del amor o la violencia, pero soy fruto, qué duda cabe. Llamada a desplegar mi sabor, mi frescura.

Muchos ponen y pondrán sus huellas en el molde, expectativas cruzadas, palabras y silencios sobre mí. En el mejor de los casos encontraré mimos, palmadas de aliento. Primer “realismo”: habrá lo que haya, material para ir amasando, lijando, recortando y estirando, juntos…

Descanso. Reposo en  ese brazo que se ofrece, gratuito, al menos unos instantes. Vivencio el encuentro generoso por fuera de la angustia.

Calma. Me dejo mecer en el hueco que no es abismo. Retorno efímero y eficaz al resguardo del vientre; cede la tensión y vuelvo a hacerme una con esta presencia que me cobija.

El ritmo; la seguridad que otorga lo repetido. Aquí, allá, monótono vaivén que me enseña de constancias. A una elevación sucede el descenso, y viceversa, inexorable ir y venir abonando certidumbres primigenias.

Esos brazos son la seguridad. Fantasía de que el daño no es posible mientras me sostengan. La belleza parece garantizada en esa textura tan conocida. Puedo relajarme, el miedo se esfuma, todo se resuelve en la magia acunada, ojalá muchas veces al día. (Ilusión que desplazaremos a tantas utopías que nos dejan en posición de lactante; a tantos padres que, por idealizarnos, cuando no nos frustran, nos someten a su capricho… Vínculo que tantas veces repetimos con Dios, esperando esa omnipotencia a la que él renuncia; y olvidamos que nos lanza a una libertad adulta.)

El contacto con la tibieza, el aroma de su cuerpo impregnando el universo. Nos confundimos; la piel no es todavía frontera, se entremezclas sus células con las mías –no hay “tuyo” y “mío”, sino una única sustancia compartida, un espacio sin vacíos que nos honra-.

Sentirme en su superficie. Encontrar mi calor, que desde el suyo me refleja. Límites que separan, marcan territorio para la identidad iniciática; y unen abriendo experiencia de comunión. Soy más allá de mi piel, en ese intercambio de vibraciones. Me voy descubriendo en la mano que se hace caricia, en el susurro que se cuela hacia el alma. Voy siendo en el ejercicio del amor canturreando, en las palabras que siguen nombrándome.

Camino para el resto de la travesía: entre la búsqueda de hacerme idéntica a mí misa, con el riesgo de perderme, ahogada en mi propio pozo, y la intimidad con el otro, que me ofrece de su fuente con el cuidado de no desaparecer en él… me voy haciendo más humana.