Rescato este artículo en mi blog para no perderlo de vista y poder leérselo
a mis hijos dentro de poco, pues parece irremediable que vivirán en un mundo
tan “conectado” como el actual. A mí tampoco me vendrá mal releerlo para no
perder perspectiva.
Gracias, Pil Mancini, por compartirlo en Facebook y hacer que corra
humanidad por las venas de este gigante creciente que es Internet.
Gracias, Agustín Blanco, por una lucidez que no deja indiferente.
Lunes, 02 Noviembre /
entreparentesis.org
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Imagen utilizada en el artículo original |
Vivimos en un mundo
hiperconectado, en contacto permanente y ubicuo. El uso de las aplicaciones de
mensajería (WhatsApp, Line, Telegram…) ha crecido un 55% en los últimos doce
meses. El 95% de los usuarios de móviles inteligentes (smartphones)
afirma que las usa a diario. Durante el año 2014 se enviaron diariamente 30.000
millones de wasaps, lo que supone un promedio de cuatro wasaps por
cada habitante del planeta. El mundo, nuestra vida, se ha convertido en
un chat continuo.
Deliberadamente no
traduzco la palabra chat por conversación, porque creo que estamos
asistiendo a una preocupante paradoja. En medio de este chat universal, la
conversación ha enmudecido; ni es tumulto ni es susurro. La mayor parte de
nuestras “conversaciones” han quedado prisioneras de las pantallas (la del
móvil –sobre todo–, la de la tableta, la del ordenador). Corremos el
peligro de reducir la comunicación a la conexión. Se banalizan los
contenidos, pero también se amputan dimensiones fundamentales de la experiencia
de la comunicación, sobre todo la presencia.
Sin la presencia, sin
el encuentro personal, no es posible el diálogo y la verdadera comunicación.Como
bellamente expresa Pedro Cerezo Galán en su obra Reivindicación del
diálogo, “este empobrecimiento de la comunicación dialógica cara a cara, o
ante el rostro o la mirada del otro, es el índice más elocuente de una nueva
barbarie, que ni siquiera adivina su propia indigencia […] Fuera de esta
comunicación viviente con el otro, ya no es posible autentificar ni el juicio
de la realidad ni la valoración moral, ni siquiera la experiencia del propio
yo, pues éste se desvanece en un laberinto de reflejos interiores si le falta
la relación primordial con un tú”.
La indigencia de
espíritu de diálogo es una característica secular de nuestra sociedad, mucho
más dada a la tertulia y a la polémica. Una impronta que se reproduce
amplificada en las denominadas redes sociales, justamente cuando la diversidad
y la complejidad se han instalado de modo definitivo en nuestra vida personal,
social, política, económica y religiosa. Nunca antes habíamos tenido
tantas cosas sobre las que debemos dialogar, sobre las que no podemos
dejar de dialogar, porque nos va en ello la vida en su sentido más amplio y
también más inmediato. Por eso necesitamos una pedagogía del diálogo.
El diálogo es
consustancial al cristianismo. Dios es logos,es palabra creadora y
ordenadora, pero en Jesús, en el Evangelio –la buena nueva
anunciada, proferida– se manifiesta como una gran conversación. Jesús
se encuentra con todos y habla con todos. La presencia, como en el caso de la
de Jesús en el pasaje de los discípulos de Emaús, es la que hace tornar la
conversación y discusión de la que habla Lucas en un cambio, en algo que hace
que la forma de actuar posterior sea diferente, se modifique. Los discípulos de
Emaús dieron la vuelta, fueron a contar la buena nueva, porque habían
reconocido a través de la presencia de Jesús cuál era la realidad de lo que
estaban viviendo. Pasaron de la discusión al reconocimiento. En el pasaje
de Emaús es muy importante la metáfora del camino, del proceso. Desde una
posición estática, rígida, es muy difícil que haya un verdadero diálogo. Uno
tiene que salir de sí mismo, ponerse en marcha. Y en esa inestabilidad, en esa
falta de apoyos incontrovertibles, es donde podemos abrirnos a la
experiencia y reconocer la presencia del otro.
En esa misma línea de
una pedagogía de la conversación y el encuentro se sitúan los coloquios
ignacianos en los Ejercicios.Si hay alguna metodología que haga hincapié en
el salir de sí para encontrarse, sentirse afectado y conversar desde ahí es la
propuesta ignaciana de acabar las meditaciones y contemplaciones con un
coloquio: “El coloquio se hace propiamente hablando, así como un amigo habla a
otro, o un siervo a su Señor; quándo pidiendo alguna gracia, quándo culpándose
por algún mal hecho, quándo comunicando sus cosas, y queriendo consejo en
ellas”. En muchas ocasiones los coloquios se combinan con la aplicación de sentidos.
Hoy más que nunca debemos resensibilizar la comunicación, volver a disfrutar de
todos esos elementos que sólo a través de los sentidos se manifiestan, se
comunican, se expresan. Es lo que hace San Ignacio en los coloquios: buscar la
afectación, la sensibilización, la presencia. Como señala Germán Arana en el Diccionario
de Espiritualidad Ignaciana al analizar los coloquios, “el modo
eminente de comunicación entre las personas es aquel en el que se da una mutua
actualidad de la presencia, y por lo mismo un modo de comunicación en el que
toda la persona se expresa, con gestos y palabras, y tiene un carácter
alternativo de recepción y de manifestación respectiva”.
Junto al coloquio con
los otros, previamente hemos de ser capaces de dialogar con nosotros mismos,
hemos de ser capaces de llegar al “intimior intimo meo” de San
Agustín o a esa conversación “con el hombre que siempre va conmigo” de Machado
como elementos fundantes del verdadero diálogo. En un mundo permanentemente
conectado, con un miedo cada vez más extendido a perder u olvidar el móvil o
“quedarse sin batería”, el aprender a “desconectar”, a gestionar la soledad, el
encuentro con uno mismo, es uno de los grandes retos, sobre todo para los
llamados nativos digitales, los más jóvenes.
Sin esa experiencia
del diálogo y el encuentro con uno mismo y con los que nos rodean nunca
podremos entender los versos del poeta argentino Roberto Juarroz:
“El oficio de la
palabra
más allá de la
pequeña miseria
y la pequeña ternura
de designar esto o aquello,
es un acto de amor:
crear presencia.
El oficio de la
palabra
es la posibilidad de
que el mundo diga al mundo
la posibilidad de que
el mundo diga al hombre”.
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