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"Come, reza, ama."

No todo está determinado en nuestras vidas,
podemos decidir sobre ella,
podemos conquistar una libertad
amordazada aparentemente por nuestra historia personal
y nuestras circunstancias: impuestas y creadas...

Con amor, fe y tesón…


Extracto de la novela: “Come, reza, ama.”, (2006) de Elizabeth Gilbert, que se llevó al cine en 2010.

El libro relata la travesía de la propia autora por Italia, India e Indonesia en la búsqueda de sí misma después de vivir un tormentoso divorcio y una aún más turbulenta relación amorosa posterior. La autora decide visitar estos tres países durante un año, en los cuales buscará el placer, la espiritualidad y el equilibrio entre ambos.

“Recuerdo que pensé: «Éste es el momento, Liz», y le dije a mi mente: «Ésta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada». Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada unidad de sufrimiento, asimilaba su existencia y (sin intentar resguardarme) soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: «No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó». Y la pena me entraba (como un ser vivo) en el corazón (como si fuera una habitación). Entonces yo decía: «¿Siguiente?» y afloraba a la superficie el siguiente sufrimiento. Después de haberlo contemplado experimentado y bendecido, lo invitaba a entrar en mi corazón también. Esto lo hice con todos los pensamientos tristes que había tenido en mi vida —viajando por años de recuerdos— hasta que no quedó ni uno.

A continuación le dije a mi mente: «Ahora saca toda tu ira». Uno tras otro, todos los incidentes de mi vida relacionados con la furia fueron aflorando y dándose a conocer. Cada injusticia, cada traición, cada pérdida, cada indignación. Los fui viendo todos, uno por uno, y asimilé su existencia. Padecía cada fragmento de ira enteramente, como si estuviera sucediendo por primera vez, y decía: «Entra en mi corazón. Al fin podrás descansar. Estarás a salvo. Se acabó. Te quiero». El proceso duró horas, en las que yo me columpiaba entre los poderosos polos opuestos de mis variados sentimientos. Tan pronto experimentaba una furia que me hacía crujir los huesos como una frialdad absoluta mientras la ira me entraba en el corazón como quien entra por una puerta, acurrucándose junto a sus hermanos y abandonando la lucha.

La última parte era la más difícil. «Saca toda tu vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo Dios, qué horrores vi. Un desfile patético en que estaban todos mis fallos, mis mentiras, mi egoísmo, mis celos, mi arrogancia. Pero los contemplé sin pestañear. «Muéstrame lo peor», dije. Y al invitar a las peores unidades de vergüenza a entrar en mi corazón, se quedaron paradas en el umbral, diciendo: «No. A mí no querrás invitarme a entrar. ¿Sabes lo que he hecho?». Y yo decía: «Sí que quiero tenerte dentro. A pesar de todo sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi corazón. No pasa nada. Te perdono. Formas parte de mí. Al fin podrás descansar. Se acabó».

Al acabar, me quedé vacía. Ya no tenía la mente en guerra. Miré dentro de mi corazón y me asombró lo grande que me pareció. Le quedaba mucho espacio para la bondad. Aún no estaba lleno, aunque había cobijado y atendido a todos los calamitosos golfillos de la tristeza, la ira y la vergüenza; sabía que mi corazón podía haber recibido y perdonado aún más. Su amor era infinito.

Comprendí entonces que así es como Dios nos ama y recibe a todos, y que en este universo no existe eso que llamamos el infierno, salvo en la aterrorizada mente de cada uno de nosotros. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos —¡intentemos imaginar!— la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión, perdona y acepta.

Pero también sabía, intuía, que ese remanso de paz era temporal. Sabía que la labor no estaba terminada del todo, que mi furia, mi tristeza y mi vergüenza volverían a hacer acto de presencia, huyendo de mi corazón y volviendo a instalarse en mi cabeza. Sabía que volvería a enfrentarme a esos pensamientos, una y otra vez, hasta que lenta y decididamente cambiase mi vida entera. Iba a ser una labor ardua y agotadora. Pero en la silenciosa penumbra de aquella playa mi corazón le dijo a mi mente: «Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti». Esa promesa me salió flotando del corazón y la atrapé con la boca, donde me la guardé, saboreándola mientras me iba de la playa a la caseta donde vivía. Saqué un cuaderno sin usar, lo abrí por la primera página y entonces abrí la boca por primera vez, pronunciando esas palabras en el vacío de la habitación, dejándolas salir en libertad. Quebré mi silencio con esas palabras, cuyo colosal significado documenté a lápiz en la página: «Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti».

Fueron las primeras palabras que escribí en mi cuaderno secreto, que llevo encima desde entonces. En los dos años siguientes a menudo he acudido a él en busca de ayuda y calamitosos golfillos de la tristeza, la ira y la vergüenza; sabía que mi corazón podía haber recibido y perdonado aún más. Su amor era infinito.


Comprendí entonces que así es como Dios nos ama y recibe a todos, y que en este universo no existe eso que llamamos el infierno, salvo en la aterrorizada mente de cada uno de nosotros. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos —¡intentemos imaginar!— la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión, perdona y acepta.”