A
veces, para entender quiénes somos y en qué andamos metidos, es necesario mirar
hacia atrás. Incluso para saber “soñar” el mejor mañana posible es necesario
hacerlo desde la raíz pues, no solo somos posibilidad y futuro, somos
fundamentalmente lo que hemos vivido. De hecho es lo único que nos pertenece.
Uno
de los riesgos de la tecnología es que nos sitúa ante el constante cambio: lo
que hoy es nuevo mañana está obsoleto, y esto nos hace estar mirando siempre hacia
delante. Urge, por tanto, en las sociedades en general y en las personas en
particular una “visión histórica” para entender quiénes somos y hacia dónde queremos
ir.
Otra
característica de los tiempos que nos han tocado vivir es la multiculturalidad
y la multireligiosidad. Esto, más que suponer un problema de identidad y
estabilidad, nos sitúa ante el reto de la convivencia y el respeto mutuo.
Por
ello quiero recuperar de la memoria unos extractos de la “ Carta sobre la
tolerancia” de John Locke (1632-1704).
Contexto
histórico
En
el siglo XVII, la religión sumía al continente europeo en guerras y conflictos
continuos. La creciente intolerancia religiosa en todos los reinos del
continente estaba sustentada en la progresiva identificación de la religión del
monarca con la de sus súbditos. Así, en 1609, Felipe II -en uno de los momentos
más trágicos de nuestra historia- expulsaría a los moriscos del reino de
España. Una tragedia que afectaría a cerca de 400.000 personas.
A
raíz del triunfo de la reforma protestante en diversas regiones europeas, la
persecución se extendería -junto a la de judíos y musulmanes- a nuevos
colectivos. En Francia, el rey Luis XIV perseguiría a los protestantes
calvinistas (llamados hugonotes). En la Inglaterra de Locke, el rey Carlos I
había intentado imponer la liturgia anglicana en Escocia, lo que contribuiría a
desencadenar la guerra civil de 1642 a 1646.
Las
tierras del "nuevo mundo", especialmente inglesas y holandesas, se
convirtieron en el siglo XVII en tierras de acogida para determinadas minorías religiosas (cuáqueros,
calvinistas...).
En
Europa central, mientras tanto, se desarrollaba la Guerra de los Treinta Años,
entre los años 1618 y 1648, en la que intervino la mayoría de las grandes
potencias europeas de la época. Esta guerra marcará el futuro del conjunto de
Europa en los siglos posteriores. Aunque inicialmente se trató de un conflicto
religioso entre estados partidarios de la reforma y la contrarreforma dentro
del propio Sacro Imperio Romano Germánico, la intervención paulatina de las
distintas potencias europeas gradualmente convirtió el conflicto en una guerra
general por toda Europa, por razones no necesariamente relacionadas con la
religión: búsqueda de una situación de equilibrio político, alcanzar la
hegemonía en el escenario europeo, enfrentamiento con una potencia rival, etc
Extractos
de la “ Carta
sobre la tolerancia” de John Locke
Honorable
Señor: En vista de que os place indagar cuáles son mis pensamientos acerca de
la tolerancia mutua entre los cristianos de diferentes profesiones religiosas,
debo necesariamente responderos, con toda libertad, que estimo que la
tolerancia es el distintivo y la característica principal de la verdadera
iglesia. Porque todo lo cual algunos se jactan sobre la antigüedad de los
lugares y nombres, o sobre la pompa de su culto externo, y otros sobre la forma
de su doctrina; y todos sobre la ortodoxia de su fe –puesto que todos se
consideran ortodoxos ante sí mismo–, estas cosas, y todas las demás de igual
naturaleza, son más bien características de la lucha de los hombres por el
poder y por el dominio sobre los demás, que distintivos de la iglesia de
Cristo. Aun cuando todos sostengan su derecho sobre estas cosas, si carecen de
caridad, mansedumbre y buena voluntad hacia la humanidad, y aun hacia aquellos
que no son cristianos, ciertamente estarán muy lejos de ser verdaderos
cristianos.
(…)
Quienes
son sediciosos, asesinos, ladrones, adúlteros, difamadores, etc., debe ser
castigados y extirpados, sin consideración de las iglesias a que pertenecen.
Pero aquellos cuya doctrina es pacífica y cuyos procedimientos son puros e
intachables, merecen ser tratados en igualdad de condiciones con sus demás
conciudadanos. De esta manera, si se permite a unos que profesen una religión,
y observen sus asambleas, sus días a los presbiterianos, a los independientes,
a los anabaptistas, a los armenios, a los cuáqueros, y a todos los demás,
dentro del marco de la misma libertad. Aun más, si podemos hablar libremente,
como corresponde a los hombres entre sí, ni los paganos ni los mahometanos ni
los judíos deberían ser excluidos, bajo pretexto de religión, de los derechos
civiles de la comunidad. El Evangelio jamás lo estableció así. La iglesia que
no juzga a aquellos que no están en ella (1 Cor. V. 11), lo rechaza, y el
Estado, que admite sin diferencias a todos los hombres que sean honestos,
pacíficos y diligentes, tampoco lo requiere. Si permitimos que un pagano
negocie y trafique con nosotros ¿por qué no debemos tolerar que rece y rinda
culto a su dios? Si se permite a los judíos poseer casas y hogares entre
nosotros, ¿por qué deberíamos prohibirles que tengan sinagogas? ¿Son acaso sus
doctrinas más falsas, sus cultos más abominables, o está más amenazado el orden
civil por sus reuniones públicas que por aquellas que celebran en sus casas? Si
estas cosas pueden concederse a los judíos y a los paganos, ¿no debería
otorgarse lo mismo a los cristianos dentro del ámbito de un Estado que profesa
la religión de Cristo?.
(…)
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