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Amor que educa


Trascribo este texto por cómo va a lo esencial de algo que considero importante: es el amor quien fundamenta el matrimonio. Un amor que conlleva una gran responsabilidad respecto a los hijos y a los quehaceres de todo lo que tenga que ver con el hogar sin dejar que esta responsabilidad ocupe el primer lugar que corresponde al amor. Un amor que “debe” ser manifestado para ser aprendido por los hijos. Ésta es una tarea que no podemos delegar en nadie. No es una opción, es un deber de los padres para con los hijos, un ejercicio ineludible que debería ser espontaneo para permitirles en un futuro ser felices.



Amar se escribe contigo.
Javier Vidal-Quadras
Ediciones Teconté

Afirma Carlos Llano: la condición ineludible para que la familia se constituya como ámbito formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los padres (…). La inducción del carácter es, diríamos, una emanación del amor conyugal, una extensión casi un apéndice suyo los padres no tendrían otra cosa que hacer más que amarse de manera constante, llena de confianza y responsable. Habría después, sí, recomendaciones, técnicas, formulas procesos y recetas positivas para lograr el objetivo (de formación) de los hijos; pero todas las recomendaciones para ello serán apenas una cabeza de alfiler en el profundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen. Al menos, puede afirmarse sin equivocación que tales recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas serán bordados en el vacío si no se dan dentro del espacio del amor familiar, la primera e imprescindible condición, y casi la única.

El ser humano es un ser para el amor. Del amor viene, en el amor vive y al amor va. En la misma medida en que nos amamos a nosotros mismos nos asemejamos cada vez más a los animales, que son, si se me permite una expresión un tanto humanizada, “naturalmente egocéntricos”, centrados en sí mismos. El hombre, no. Ha sido creado para amar y ahí es donde encuentra su felicidad. Paradójicamente, el ser humano, cuando se olvida de sí es cuando mejor se atiende, porque ese abdicar de uno mismo es el camino hacia la perfección humana, que le sitúa en el ámbito que le es más propio, el del amor a los demás.

Hemos oído muchas veces que la virtud (¡y no hay padre que no quiera un hijo virtuoso!) surge de la repetición de actos, lo que es solo relativamente cierto. Si no conseguimos que esos actos se rodeen de un entorno verdaderamente humano en el que el amor cabal (voluntad, inteligencia, sentimiento) esté presente, nos encontraremos, en el mejor de los casos, con un mero hábito, cuando no con una rutina manía. El entorno del amor es, pues, imprescindible para el adecuado desarrollo de la virtud. El ejemplo clásico es el orden. Hay que ser ordenado para crear un espacio de amor, aprendiendo a q a los demás y haciéndoles la vida más agradable con un espacio limpio y bien dispuesto que facilite la convivencia, y no para ver siempre y en todo momento todas  las cosas ordenadas en su sitio.

Pues bien tratándose de nuestros hijos, si lo que buscamos como es que crezcan de manera íntegra, siendo cada vez más y mejores personas, entonces no tenemos otro camino que enseñarles a amar. En efecto, educar equivale a enseñar a amar; el mejor servicio que podemos prestar a nuestros hijos es enseñarles a ser personas capaces de amar. Una de las mayores desgracias que le pueden sobrevenir a un ser humano es engañarse sobre su propio destino, pensar que tiene otra meta que no sea amar, porque centrará su atención en objetivos de menor entidad que acabarán deprimiendo uno de los mayores dones que se nos han dado: la libertad. Pero no una libertad cualquiera sino aquella que aspira siempre a lo más alto, aunque tantas veces se confunda.

Por lo tanto, podríamos decir: ¿Quiere usted hacer feliz a su hijo? Enséñele a amar.


¿Cómo? Tomo prestada la respuesta de Ugo Borghello: cuando se trae un hijo al mundo, se contrae la obligación de hacerlo feliz. Para lograrlo [...] existe sobre todo el deber de hacer feliz al cónyuge, incluso con todos sus defectos. Para ser felices, los hijos necesitan ver felices a sus padres. El hijo no es feliz cuando se lo inunda de caricias o de regalos, sino solo cuando puede participar en el amor dichoso de los padres. Si la madre está peleada con el padre, aun cuando luego cubra de arrumacos a su hijo este experimentará una herida profunda: lo que quiere es participar en familia, en el amor de los padres entre sí.

En consecuencia, engendrar a un hijo equivale a a comprometerse a hacer feliz al cónyuge.

En definitiva, la manera de enseñar a amar es amando. Todo hijo tiene derecho a que sus padres se amen. Se lo debemos. Es deuda de amor, justicia enamorada. Y como todo derecho tiene su correlativo deber, nosotros, como padres, tenemos el deber de amarnos. Y no solo de hacerlo sino también de demostrarlo. Una asignatura pendiente en no pocos hogares es aprender a exhibir la cara amable del matrimonio. Se precisa una pedagogía de las emociones y de las pasiones por la vía del ejemplo. A veces, los padres, por falso pudor, nos empeñamos en ocultar la atracción (en su sentido más amplio: física, afectiva y espiritual) que sentimos hacia nuestro cónyuge, y, claro, nuestros hijos acaban pensando que eso es un rollo, que el tiempo acaba siempre sofocando la pasión, y ni llegan a imaginar que con las pasiones más altas (¡y nuestra mujer o nuestro marido lo es!) sucede exactamente lo contrario: se intensifican (de modos distintos) con el discurrir de los años. Nuestros hijos han de percibir, tocar el amor que nos tenemos. Con la discreción y moderación convenientes, han de ver que nos gusta estar juntos, darnos la mano, acariciarnos, o que nos reservamos un beso especial, que nos amamos. De paso, poniendo en práctica nuestro amor con los mil detalles de cada día, lo haremos crecer.