“Amarse se escribe contigo”
Javier Vidal-Quadras
Cap. 8
Cuando
se habla de comunicación, la gente suele pensar en un emisor, un receptor, un
canal y un mensaje, lo que evoca el diálogo, la palabra. Sin embargo, se
advierte enseguida que la palabra es solo un medio de comunicación entre los
muchos que se pueden utilizar. Según los expertos, ni siquiera es el medio que
llega con más eficacia al destinatario.
Todavía
más, la palabra sola, sin la atmósfera humana que le conviene, sin la
entonación, la mirada, el gesto, el silencio que la antecede o prolonga, puede
incluso llegar a desvirtuarse y adquirir un significado no querido, hasta
diametralmente opuesto al que se pretendía. ¿Quién no ha tenido la experiencia
de ofuscarse ante un e-mail que consideraba ofensivo, cuando se trataba de una broma que no pudo captarse por faltarle la
entonación que quería darle el remitente?
Algunas
veces, la expresión del rostro u otras manifestaciones no verbales que, en
principio, pudieran parecer secundarias adquieren tal protagonismo que pueden llegar, incluso, a desmentir o
desacreditar lo que se dice. Lo dice, pero no lo piensa, se suele afirmar.
Al
fin y al cabo, lo fundamental de la comunicación es que sea capaz de exteriorizar
lo que queremos. Y, añadiría, en la comunicación matrimonial, en el amor,
también que acierte a manifestar lo que somos. Desde la perspectiva de nuestra
intimidad, de nuestro mundo interior, de nuestro centro, la comunicación no deja de ser el último eslabón, el que
consiste en sacar fuera aquello que llevamos dentro.
Podríamos
preguntarnos: ¿tengo la certeza de que digo, exhibo, gesticulo, miro con lo que
realmente soy, quiero y pienso? ¿O, más bien, lo hago de ordinario movido por
el efecto del ultimo acontecimiento externo, que me ha instigado desde lo más
profundo de mi inconsciente y, casi sin percibirlo, me ha conducido a una
reacción que, en realidad, no quería, no es propia de mí, de lo que me gustaría
ser?
La
respuesta está en el estadio previo a la comunicación, la antesala de la
relación, aquel momento inmediatamente anterior al acto de comunicar, de
relacionarse, en que estamos solos con nosotros mismos, y decidimos -o podemos
hacerlo- cómo qué y con quién vamos a comunicar un sentimiento, una pasión o
una emoción. Todos nuestros pensamientos, con ellos, nuestros actos, están
transidos de sensibilidad: nadie que no sea una almeja piensa en el vacío
emocional. Y esa emoción es la que va a determinar el tono con el que voy a comunicarme:
¿enfado?, ¿nervios?, ¿rabia?, ¿paciencia?, ¿superioridad?, ¿ironía?, ¿alegría?,
¿simpatía?, ¿cariño?...
La
psicología cognitiva aconseja ser muy crítico con uno mismo, porque tendemos a
adulterar la realidad y a fijarnos solo en lo que a nosotros nos afecta,
reaccionando desde nuestra propia vivencia personal y sin tener en cuenta lo
que siente nuestro interlocutor. No hay espacio aquí para desarrollar las
técnicas para mejorar en este ámbito, ni es lo que se pretende. Hay muy buenos
libros que las explican; a ellos me remito.
Lo
que me interesa resaltar ahora es que la comunicación, en fin de cuentas, no
deja de ser una técnica o, si se quiere, un modo, una forma mediante la cual
exteriorizamos parte de nuestra intimidad. La prueba es que en distintos
lugares, edades, entornos o tradiciones comunicamos las mismas emociones de
maneras diferentes: un jugador de rugby transmite a un compañero de equipo con
un puñetazo en el brazo el mismo saludo que una bailarina comunica a una compañera
con un beso o adolescente a su un colega con un sonoro taco acompañado de un inimitable,
retorcido y casi litúrgico apretón de manos, pulgar y codo incluidos.
Y,
como toda técnica, es modificable y mejorable. Y, además de ser mejorable, como
toda técnica, la comunicación admite niveles y usos muy distintos en función
del objetivo que persiga.
En
el nivel inferior, podríamos decir, se encuentra la comunicación que tiene un
objetivo inmediato, efímero y más o menos utilitarista, como vender un producto
o un servicio, o conquistar a otra persona con el horizonte de obtener sus
favores de cualquier tipo. En este caso, el interés está centrado en uno mismo
(que me compre «mi» producto, contrate «mis» servicios o «me» otorgue sus
favores), mientras que la acción, la
técnica de comunicación, se dirige exclusivamente a provocar un cambio en el
destinatario. Queremos generar en él una conducta determinada con independencia
de sus propias preferencias y, por supuesto, sin pretender ningún cambio en
nosotros mismos ni en nuestros productos.
En
el nivel intermedio se da una finalidad más intensa y duradera, como podría ser
mantener una buena relación de trabajo, de compañerismo con alguna persona con
la que compartimos oficina o alguna actividad, un deporte de equipo, por ejemplo.
Aquí, el interés se equilibra algo, el acento se pone acaso más en la relación.
Hay una meta superior -producir beneficios, ganar el partido- que exige una cierta compenetración. La acción
se dirige a la relación. Ambos tenemos que hacer un esfuerzo para entendernos,
aunque no nos llevemos bien. Digamos que estamos dispuestos a aceptar algún
pequeñoo cambio en aras de una mejor convivencia, con tal de que no se nos pida
dejar de ser como somos -unque a veces confundamos personalidad con manías- y,
por supuesto, con tal de que el otro haga un esfuerzo igual o mayor.
El
nivel superior de la comunicación, como se adivina, es el del amor. Y si el
amor, como decía Aristóteles, consiste en querer el bien del otro en cuanto
otro (es decir, no por razón de mí mismo, para que yo sea feliz, sino por razón
de él, para que él lo sea), parece claro que el interés está o debería estar
centrado en el otro. Y cuando el interés se centra en el otro, a quien queremos
hacer feliz, entonces, la acción se dirige o debería dirigirse principalmente a
nosotros mismos: he de ser mejor porque ella merece lo mejor, y
sé que ella piensa y actúa igual. He de hacerme amable (digno de ser amado),
merece la pena entregarme a esta persona, ponerme a su servicio para que ella
sea, exista y logre alcanzar la plenitud a que está llamada.
De
lo anterior se puede extraer una regla fundamental que, a veces, se olvida: en
la misma medida en que me centro en mí mismo exigiré al otro que cambie y se
adapte a mí. Y en la misma medida en que me centro en el otro intentaré cambiar
yo y adaptarme a él. O Sea, que he de mejorar mi técnica de comunicación para
acercarme atenta y delicadamente a mi mujer, conociendo su mundo personal, sus
sentimientos, sus anhelos y expectativas, y procurando amarla como ella quiere
ser amada... y no como a mi me da la gana. No está demás decir que la regla vale
lo mismo para la comunicación con mis hijos... y para cualquier rela ción de
amor.
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