Una
de las grandes paradojas del mundo moderno es que gracias a la tecnología y a
los avances de la ciencia, se ha logrado que casi todo sea inmediato: la comunicación,
gracias al smartphone y al correo electrónico, es inmediata; los trámites
burocráticos se hacen cada vez más fáciles y rápidos gracias a herramientas
tecnológicas tales como el escáner, el ordenador y las cámaras de fotos
digitales. Encontrar información sobre una persona también puede ser inmediato
gracias a que la mayoría de la información sobre cada cual está digitalizada.
Con herramientas como Skype, Facetime y otros medios es posible verse en tiempo
real con alguien que está al otro lado del mundo, las noticias llegan en
minutos, y así nos hemos ido acostumbrando a que todo sea para ya.
Pero,
al mismo tiempo, no podemos evitar vivir procesos que requieren “vivir a otro
ritmo”: superar el dolor que genera la terminación de una relación, tomar la
decisión de independizarse laboralmente, perder el empleo, empezar un proceso
de cambio personal, decidir rehabilitarse de una adicción, enfrentar un
tratamiento para superar una enfermedad, entre otros, son ejemplos de procesos
en los que no es posible lograr un resultado inmediato. Y, aunque parezca
contradictorio, es más una fortuna que una desgracia, pues nos da la
posibilidad de “conectar con lo que somos”, ya que de otra manera no se
impondría la necesidad de hacerlo.
Por otro lado, generalmente, en casi todo lo que hacemos, buscamos ser amados y corresponder a ese amor, ser
felices, pero esto requiere esfuerzo y dedicar tiempo a un proceso personal que
–sin ser fácil- nos encamina a nosotros mismos y a los demás. Más aún, me atrevería
a decir que esta sociedad hiperconectada, que nos permite estar haciendo
constantemente de todo y en todo momento, nos está transformando de "homo sapiens" a “homo
digitalis”, y de éste a “homo solitaris”.
Nos
adiestramos en tecnología, aunque ésta es cada vez más sencilla e intuitiva,
mientras que estamos olvidando el arte de las relaciones con los demás y con
uno mismo. Urgen procesos que fomenten la inteligencia emocional, dominar el
arte del diálogo y la comunicación no verbal, generar empatía y
corresponsabilidad, mantener el pulso entre las preguntas fundamentales –de sentido-
y la conciencia de trascendencia. Necesitamos vivir conectados, sí, pero con
nosotros mismos, con los demás… con Dios (llámalo Amor, sin aún no sabes quién
es).
Nos
estamos perdiendo, sin darnos cuenta, la maravilla de una mirada, la elocuencia
del silencio, la ternura de un gesto sencillo, la energía de un abrazo o una
caricia, la extraordinaria fuerza de la que somos capaces ante las adversidades
–incluso las más duras-.
Puede
que la tecnología nos esté ayudando a aprovechar el tiempo, pero no a “vivirlo”;
puede que nos esté acercando a los más lejanos pero, al mismo tiempo, nos
separa de los más cercanos; puede que nos haga más productivos, convirtiéndonos
en productos más que en seres humanos, puede…
Puede…
puedes... podemos desconectar lo suficiente para vivir conectados.
Redes...