“Amarse
se escribe contigo”
Javier
Vidal-Quadras
Cap.
16
Es
curioso como hoy en día, con tanto avance, libertad y desarrollo intelectual,
hay muchos más tabúes que en cualquier otra época de la historia. El pueblo
israelí, por ejemplo, no podía pronunciar el nombre de Dios, pero ahora tenemos
una especie de pensamiento oficial que decide lo que se puede decir y lo que
no. Uno de los tabúes modernos, por ejemplo, es la palabra «virtud». Esta proscrita,
ha sido desterrada del vocabulario
oficial. Ahora no hay virtudes, hay valores o, peor, competencias, «palabro»
equivoco que tiene un resabio de lucha, de enfrentamiento, por de la competición;
no en vano el triunfo de la competencia sobre la virtud procede del mundo de la
empresa. Admito que no le tengo mucha simpa al vocablo, y quizás injustamente.
No puedo evitar asociarla con Gastón, el malo de La Bella. Hubo una época en
que, cuando íbamos en choche, mis hijas me martilleaban incansablemente con una
canción de ese musical en la que el bravucón de Gastón suelta una frase en la
que dice: en cualquier competencia les
gano a todos…, y no puedo evitar imaginarme las famosas «competencias» a lo
Gastón, con su enorme ego vanidoso y sus abultados músculos, rivalizando para
humillar a sus adversarios.
Otra
palabra proscrita, y esta en grado superlativo, es «castidad». Suena casi
ofensivo, un anacronismo, caverna total, convento. Y el caso es que la condena
de la castidad procede de un error mayúsculo. Tradicionalmente, se ha visto la
castidad como algo oscuro, negativo, restrictivo. Yo creo que la distorsión
procede del empeño que han puesto muchos en pensar al margen de la vida, en la
pura teoría, y además desfigurada. Cuando no son capaces de experimentar una
realidad cualquiera reaccionan negándola sin más y llegan a la conclusión de
que es imposible, aburrida, inquisitiva, impuesta y antinatural.
El
desconcierto llega cuando se conoce a alguien que vive la castidad con la
alegría, la convicción y la pasión que concede la virtud. Claro que si antes se
ha sustituido virtud (fuerza, energía) por competencia (aptitud, habilidad), la
cosa se complica, porque vivir una virtud solo con habilidad se hace
francamente complicado. Digo que surge el desconcierto porque no se acaba de
comprender cómo las personas que viven esta virtud de la castidad son las más
joviales, despreocupadas (en el buen sentido, es decir, desasidas de sí mismas)
y pasionales al mismo tiempo. Conozco unos cuantos ejemplos que puedo presentar
a quien quiera.
Hay,
por lo tanto, un constructo intelectual elaborado en el vacío, al margen de la
verdad, que se empeña en convencer a la gente de que la castidad es cejijunta y
desabrida, cuando lo que se observa en la vida vivida -en algunas vidas
vividas- es justa mente lo contrario.
Digámoslo
ya: los actos más característicos de la virtud de la castidad, tanto en el
celibato como en el matrimonio, son amables, alegres y expansivos; positivos y
afirmativos. No consisten en anegar, sino en fomentar el amor con todas las
facultades humanas: inteligencia, voluntad, afectividad, memoria, imaginación...
Avivando e impulsando el amor es como se fortalece y desarrolla esta virtud.
¿En
qué consiste la afirmación? En fomentar todos aquellos actos positivos
relacionados con la vivencia y estímulo del amor: el conocimiento, el trato, la
dedicación de tiempo, la atención, los detalles de cariño, las palabras, el
recuerdo, la presencia, ternura… Y todos estos actos se pueden dirigir tanto a
un ser meramente espiritual como a un ser corporal. No deja de ser curioso el
amor más “sentimental” lo hayan escrito los místicos.
Ahora
bien, en el amor matrimonial hay una elección: la persona amada, una de carne y
hueso que espera una entrega de verdad. Y toda elección, toda trayectoria
implica la renuncia a las otras que no son la escogida; esta es la condición de
la libertad humana. Pero esa renuncia no es, como piensan los cenutrios del
amor, el objeto propio de la virtud de la castidad; no, su objeto propio no es
lo que se deja, sino lo que se escoge: la persona amada y la consecuencia es la
renuncia a las demás. Por eso es virtud y no competencia, porque a los seres
queridos se les ama con fuerza, con pasión y no con mera aptitud o habilidad.
Por
lo tanto, la castidad matrimonial no consiste en negar, sino en recoger la
sensualidad y la afectividad y dirigirlas al amor, es decir, a la persona
amada, con la mayor riqueza, constancia, frecuencia y pasión que sean posibles
en las circunstancias de cada uno. Son, pues, actos de castidad matrimonial
todos los que ayudan a incrementar el amor: besos caricias, llamadas, sorpresas,
cuidado, ternura, cariño relación sexual -incluidos los actos preparatorios que
la han de humanizar y de clima de atracción mutua-, cuidado personal para
hacerse atractivo a nuestro cónyuge... en definitiva, consiste en fomentar con nuestra esposa o esposo todo
aquello que hemos de evitar con las otras mujeres u hombres.
Naturalmente
-no seamos ingenuos-, la con secuencia de estos actos de afirmación de nuestro
amor que ayudaran a actualizar la elección hecha (¡elegir cada día a los que
amamos!) es un elenco de actitudes preventivas que ayudan a asegurar el amor.
Cada quien sabrá, pero hay un criterio muy interesante y sencillo de aplicar
que leí en un libro muy aconsejable (Asegurar el amor, de Tomás Melendo): todo
lo que yo hago con mi mujer justamente por ser mi mujer (marido) debo evitarlo
a toda costa con cualquier otra (otro). Por ejemplo, aislarse a solas con ella
el máximo tiempo posible en un ambiente íntimo, hacerle confidencias personales,
lanzarle piropos o galanterías desmesuradas, hacerle regalos impropios, dejar
volar la imaginación cuando otra es protagonista…
En
conclusión, hay que amar con virtud, es decir, con energía, con pasión... y,
vez asegurada esta, también con competencia (lo concedo).
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