Siempre
me ha gustado del otoño
esa
leve percepción de que todo se ralentiza,
esa
sensación de soledad bajo la piel,
antesala del encuentro,
esa
certeza innata en la explosión de colores y matices
que
muestra que la belleza es belleza porque es perecedera,
esa
melodía de silencios elocuentes
entre
olas de hojas secas mecidas por el viento.
Siempre
me ha gustado del otoño
esa
voluntad recia y dócil para ser lo que se es,
esa claridad intensa, por no serlo, que sublima lo cotidiano
y
dignifica a la desnudez que abre paso al invierno,
esa
ausencia de tragedia ante la muerte
que
se desvela transformadora,
esa
aceptación de lo inevitable que no es resignación
si
no plenitud.
Siempre
me ha gustado del otoño
esa
decisión de la mirada para dejar de escrutar
y
sobrecogerse ante la revelación de lo ordinario,
esa
disposición del alma para dejarse entrever
entre
heridas y anhelos,
ese
deslumbramiento de sombras que enaltecen a la luz,
esa
ausencia de promesas que se rinden ante lo presente,
ese
aquí y ahora que se sabe eterno
en
el desdibujado atardecer del suelo que quebranto con mi paso.
Pero
hay algo del otoño que, aunque me atrae, me inquieta…
esa
quietud rota e indefinida de la lluvia
que,
ajena a mis deseos, me cala de incertidumbres
y
me hace desear un refugio dónde reclinar el cansancio de ser hombre
más
allá de mí…
Es
entonces cuando esta estación caduca me susurra con voz de brisa
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