Por
cada herida que se transformó en surco para semillas nuevas; por cada sombra
que terminó realzando más la luz; por cada soledad que propició el encuentro:
conmigo mismo, con los otros, con Dios; por cada error que me hizo aprender lo
que debía y no dejó que pusiera toda la confianza en mí mismo; por cada hombre
y mujer que me enseñó que creer es verbo y no ideología; por cada sueño roto
que me liberó de lastre para alzar más el vuelo y ver mejor; por cada despedida
que me enraizó más a la vida; por cada lágrima que terminó regando mi tierra
sedienta; por cada silencio que me llevó de la mano al diálogo profundo; por cada
derrota en terreno propio que me hizo más fuerte; por cada herida en terreno
ajeno que me exigió ser más humilde y dar lo mejor de mí; por cada miembro de
la familia que no encuentra razones para cruzar el umbral de mi casa, porque ello me da razones para mantener abiertas puertas y ventanas; por cada
frontera, por cada patera, por cada emigrante... porque me hacen entender que
no tengo razones para desesperar y que se espera de mí lo que no me pertenece.
Por
todos aquellos que me han amado, sobre todo cuando no creía merecerlo, porque
ello me ha redimido; por un Dios que no se rinde conmigo, haciendo de mi
historia personal historia de salvación (con todo lo que en ella hay); por los
amigos que mantienen viva la raíz a pesar de la distancia y el tiempo; por
aquellos que fueron quedando a la vera del camino -por la razón que sea- porque
siguen formando parte de lo mejor de mí; por cada reto que surge y me zarandea
la pereza y la indolencia; por cada misionero y misionera que se me ha cruzado en el camino,
porque me han transmitido esperanza en la humanidad y fe más allá de los
templos; por cada amanecer y puesta de sol que hizo que me estremeciera ante la
belleza de la creación...
…
por ese niño interior que nunca me abandonó, porque me hace entender que no todo
es tan complejo, que perder no es tan malo (más aún, que jugar a ganar, a veces, es perder de antemano), que la mejor manera de exigirle al otro es exigiéndose a
uno mismo, que hacer daño -y que te lo hagan- es inevitable pero merece la pena
correr el riesgo, que hay que tomarse en serio sólo lo que merece la pena ser
tomado en serio, que la mejor manera de conseguir una sonrisa es sonreír
primero, que los abrazos sanan y rompen cadenas; que la felicidad es una
actitud ante la vida y no depende de conseguir nada, que hay que poner todo lo
que uno es en todo lo que uno hace, que quien no está un poco loco no es tan
cuerdo como cree y que son los sueños, los horizontes y las esperanzas -y no las
buenas razones- lo que hace que cambiemos lo que hay que cambiar, que no hay que calcularlo
todo para que funcione y que el tiempo de hacer las cosas es ahora -ni ayer, ni
mañana- ahora; que donde está tu corazón está tu tesoro y no hay mayor tesoro que el que se comparte, que sin esfuerzo y dificultad no se valora lo alcanzado, que la bondad te hace fuerte y no débil, que hay que agradecerlo todo, incluso lo conseguido con sacrificio... y que sin mal tiempo no se podría saltar en los charcos.
Por
todo ello… ¡Feliz Año Nuevo!
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