“Y si no sabemos querernos
es porque no sabemos estar solos”
-Unamuno-
Una vez más me ha salido al paso alguien que probablemente
no conoceré nunca (perdón por la exageración). Me ha “tocado” lo suficiente como para formar parte de mi
vida de manera que no logro describir, pero lo ha hecho. ¿Cómo puede
alguien, ajeno a mí, haber dibujado parte del mapa de mi soledad con esa
maestría? ¿Acaso es cierto que estamos hechos del mismo barro y no somos tan
diferentes los unos de los otros?
José María Rodríguez Olaizola (SJ), en su
libro “Bailar con la soledad” no sólo me ha confirmado esta idea que llevo
fraguando desde hace tiempo: “estamos hechos del mismo barro”, sino que me ha
insinuado entre líneas –como susurrando- que “somos tesoros en vasijas de barro”.
No creo que esta fuera su intención al hablar –hablarme- de la soledad, pero
así es la magia que se produce al compartir alma y corazón en un libro.
Lecturas como estas nos ayudan a adentrarnos
en esa soledad que nos habita. Nos describe con sencillez la ambivalencia humana
a la hora de vivirla. Dibuja una especie de mapa del encuentro profundo con uno
mismo, con los demás e incluso con Dios. Y nos deja sabor a esperanza, pues la
cuestión no es sólo que el encuentro con uno mismo, con los demás y con Dios no es tarea fácil, sino que es posible. Es más que posible.
Recojo un extracto de la Introducción del
libro “Bailar con la soledad”. Su lectura es más que aconsejable. Y, aunque no
todos estamos hechos para bailar, aprender a bailar con la soledad no es una opción, es
irremediable. Hacerlo mejor o peor, como casi todo, es cuestión de práctica.
¡Ánimo!
“Una de las experiencias más universales y más humanas que podemos tener
es la soledad. Es una peculiar compañera de camino. Un sentimiento complejo,
que a veces trae paz, pero en otras ocasiones nos abruma, sin que sepamos bien
qué hacer con eso que remueve en nosotros. Todos nos sentimos solos en algunos
momentos. Eso no significa necesariamente que nos sintamos mal. En ocasiones la
soledad es buscada, hasta anhelada. En esos casos la ausencia de vínculos más
inmediatos, la distancia con otros o el silencio, lejos de ser algo opresivo o
amenazador, se convierte en escenario apacible en el que transcurre nuestra
vida. Pero hay momentos en los que, lejos de ser vivida con esa tranquila
aceptación, la soledad muerde, porque ni la deseamos ni sabemos qué hacer con
ella.
Quién no ha experimentado, alguna vez, ese zarpazo de la soledad? Esa
que no queremos, que llega inesperada e indeseada. Esa que nos hace
revolvernos, entre furiosos y abatidos, buscando, imaginando, anhelando una
palabra amiga, un abrazo protector, un hombro donde recostar cansancios o
penas. Esa que contiene inseguridades sobre la propia valía, culpas por
decisiones que no te atreves a compartir con nadie, miedos que te asaltan,
aunque te parezcan ridículos, y que por eso mismo no eres capaz de revelar a
otros. Esa que añora un café compartido, unas risas sanadoras, una caricia
o una conversación afable con quien sabemos que nos quiere. Esa que te
exaspera, cuando pasas horas mirando una y otra vez los buzones de entrada o
tus perfiles en las redes sociales, a ver si hay un mensaje, una señal, una
llamada o una respuesta que no termina de llegar. Esa que lo mismo se presenta
en un escenario lleno de gente, cuando no tienes ni un instan para ti, que en
un espacio vacío, en el que silencio y desierto amenazan con su enormidad. Esa
que nos deja una sensación de orfandad y de vergüenza cuando se adueña de
nuestro horizonte. Orfandad, porque nuestro corazón lamenta la ausencia de
alguien que pudiera acompañarnos. Vergüenza, porque parece que la soledad certifica
tu fracaso, tu incapacidad para el encuentro. «Algo tendré, para no tener a
nadie cerca», termina siendo la cruel e injusta conclusión con la que uno se
flagela. Entonces te buscas las vueltas, te sacas los defectos, te enfadas con el
mundo, contigo mismo, con Dios. Entonces intentas disfrazar la soledad de
indiferencia. Encoges los hombros, te revistes de dureza, disfrazas la
frustración tras una máscara de humor, de frialdad o de ocupación, o te vas
refugiando en pequeños sucedáneos que te ayuden a llenar las horas y los
huecos. Pero ahí sigue ella, merodeando, mordiendo, y de vez en cuando
removiendo de nuevo tus cimientos.
Esa soledad, difícil compañera en algunas etapas del camino, es
inevitable en distintos momentos y situaciones vitales. Pero podemos aprender a
bailar con ella. No es el fin del mundo, ni es una señal de fracaso. Es, tan
solo, otra música que forma parte de la banda sonora de la historia y de la
vida. Y, aunque no lo creas, está en todas las historias, y en todas las vidas,
por más que en cada una se presente de maneras diferentes. Hay, en el ser
humano, un ansia profunda de encuentro, de cercanía, de intimidad y
pertenencia. Ser persona es ser en relación. Esas relaciones nos definen y nos
sostienen. Nadie se entiende a sí mismo sin trazar alrededor un mapa de nombres
y afectos. Somos personas porque somos amigos, madres, maestros, amantes,
hijos, jefes, discípulos, médicos, pacientes, compañeros de una comunidad,
colegas, enemigos, parejas... No todas las relaciones tienen la misma entidad,
ni todas significan lo mismo. No todas llenan el vacío de la soledad de
idéntica forma. Cuanto más accesoria o menos significativa sea una relación,
menos influye en esta vivencia tan íntima y profunda. Hay relaciones que,
sencillamente, no colman nuestra necesidad de encuentro y pertenencia. Pero hay
otras que sí. Quizás sean un círculo más restringido en propia vida, pero,
quien más, quien menos, todos tenemos algunos nombres grabados a fuego en
nuestra historia.
Soledad y encuentro no son enemigos. Son, más bien, dos dimensiones de
nuestras vidas, de todas las vidas. Solo que hay que aprender a conocerlos.
Especialmente a la soledad. Para que, lejos de ser una carga o una amenaza, se
convierta en oportunidad y escuela. Porque en ella podemos encontrarnos, a
nosotros y a los otros. Por- que, lejos de comernos la moral y agotarnos las
fuerzas, a soledad puede ser aliada en esta batalla fascinante y compleja que
es la vida. Solo hay que aprender a escuchar una música diferente que nos
permita bailar con ella. Una música hecha de aceptación y deseos, de lucidez
consciencia, de memoria y esperanza, de fe y tormentas. o eso está en este
libro. La soledad y el encuentro. El silencio y la música. (…)”
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