Hubo
un leño que en el ocaso de sus días no
pudo evitar encararse con la vida:
- ¿Por
qué he sufrido tanto?... se preguntó.
- ¿Acaso
las manos del tallador no debían procurar mi bien? ¿no debían protegerme?
Mientras
se hacía estas preguntas el tallador se volvió para mirarle con los ojos muy
abiertos. Tenía cara de asombro, casi podría decirse de cierto miedo.
- ¿Qué
está ocurriendo? Se preguntó el leño.
- ¿Cómo
es posible que pueda oír hablar a ese trozo de madera? Se preguntó el leñador.
Por
razones inexplicables el tallador podía oír al tronco, pero no perdió tiempo
alguno en intentar entender por qué. Se mantuvo en silencio, pensando en lo que
había dicho el tronco.
- ¿Cómo
era posible que aquel trozo de madera fuera tan ingrato?
Se
mantuvo pensativo. Conocía bien a ese tronco que sentía tan suyo. Era un
tronco bueno, un buen tronco. Y, de pronto, cayó en la cuenta: ¡Todo es cuestión
de perspectiva! ¡Eso es! Él no puede ver lo que yo veo y, por tanto, no puede
entender lo que le ocurre!
Así
que cogió con cuidado al pequeño tronco y lo llevó frente a un espejo
polvoriento que había en la carpintería.
- Mira,
le dijo.
De
pronto el tronco quedó atónito con la imagen que tenía ante sí. Era él, pero no
tal como se pensaba. Era… era una talla preciosa. ¡Increíble!
- ¿Cómo
podía ser así? Se preguntó en voz alta sin pretenderlo.
- ¿Cómo
puede haber tanta belleza en medio del sufrimiento que le afligía aún?
El
tallador conmovido le dijo:
- Cada
golpe que te daba con la gubia hacía saltar un trozo de tu madera provocándote dolor. Lo siento. Era necesario para que fueras lo que estabas llamado a
ser. Yo lo vi en ti nada más conocerte. Lo que tú llamas sufrimiento yo lo
llamo tallar.
Aún
queda mucho por hacer, como lijar y pintar. Paciencia. También hay
imperfecciones que dejaré, pues aportan belleza al conjunto, así que formarán
parte de la obra única que eres.
El
tronco le escuchaba atónito y, por primera vez, se sintió como algo más que un
trozo de madera. Todo cobraba sentido.
Sintió
un amor profundo por su creador y entendió que sufrir es irremediable.
Las horas fueron pasando. Los días fueron menguando mientras las conversaciones
entre la talla y el tallador iban creciendo. Ambos aprendieron mucho el uno del
otro.
Con
el tiempo la hermosa talla también aprendió que no todo sufrimiento aporta
belleza, no toda soledad engendra encuentro, ni toda relación se nutre
mutuamente. También comprendió que merece la pena dar un paso más allá de las
propias heridas y salir al encuentro del otro. Siempre se le puede dar esquinzo
al sufrimiento que no ayuda a “morir a la vida”.
Un
día, la pequeña talla, sabiendo que debía abandonar la carpintería se giró
hacia los demás troncos de madera y les dijo:
- Ahora
no veis quienes sois realmente pero confiad en las manos del tallador.
- Manteneos
firmes a pesar de las dificultades y dejaros tallar. ¡Hay tanta belleza en
vosotros!
- Algún
día, cuando “toméis perspectiva”, veréis surgir gratitud de vuestro dolor. Es
la mejor banda sonora para una vida: la gratitud. Ahora no desesperéis.
- Miradme…
yo fui como vosotros. Más aún, sigo siendo el mismo leño, con las mismas betas
duras, con restos de heridas lejanas que, lejos de debilitarme, me ennoblecen.
Ahora lo sé.
Dicen
que aquel tronco, que ahora se sabe talla, infunde esperanza allá por donde va.
No le es ajeno ningún dolor ajeno, y hace propias las alegrías de quienes
tienen motivos para ello.
Dicen
que ya no se queja de lo que podría quejarse, y que regala guiños mientras dice: es cuestión
de “perspectiva”… mantente firme.
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