¿Por
qué transcribo el primer capítulo del libro “Pequeña teología de la lentitud”,
de José Telentino Mendoça (Fragmenta Editorial)?. Apenas tiene 74 páginas. Es
pequeño, bastante pequeño si se suelen manejar libros, pero afronta con hondura
y precisión un problema crucial en los tiempos que vivimos: la prisa y, por
tanto, la necesidad de vivir a otro ritmo para no perder aquello que nos hace
humanos.
EL
ARTE DE LA LENTITUD
“Tal vez necesitamos
recuperar ese arte tan humano que es la lentitud. Nuestros estilos de vida
parecen contaminados irremediablemente por una presión que escapa a nuestro
control; no hay tiempo que perder; queremos alcanzar las metas lo más
rápidamente posible; los procesos nos desgastan, las preguntas nos retrasan,
los sentimientos son un puro despilfarro; nos dicen que lo que importa son los
resultados, solo los resultados. A causa de esto, el ritmo de las actividades
se ha tornado despiadadamente inhumano.
Cada nuevo proyecto es
más absorbente que el anterior y aspira a anteponerse a todo. La jornada
laboral se extiende e invade la esfera privada. Pero también aquí hay que estar
conectado y disponible en todo momento. Pasamos a vivir en un espacio abierto,
sin paredes ni márgenes, sin días diferentes unos de otros, sin rituales
transformadores, en un continuo obsesivo, controlado al minuto. Nos sentimos
agobiados y hacemos las cosas sin ganas, avasallados por agendas y jornadas
sucesivas que nos hacen sentir que amanecemos con retraso. Deberíamos, sin
embargo, reflexionar sobre lo que vamos perdiendo, sobre lo que se va quedando
atrás, latente o en sordina, sobre lo que dejamos de saber cuando permitimos
que la prisa nos condicione de esta suerte. Con razón Milan Kundera, en su
magnífico libro La lentitud, escribe: «Cuando las cosas suceden con tal
rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de
sí mismo.» A continuación explica que el grado de lentitud es directamente
proporcional a la intensidad de la memoria, mientras que el grado de velocidad
es directamente proporcional al del olvido. Es decir: incluso la impresión de
dominar varios frentes, incluso la sensación de omnipotencia que la prisa nos
proporciona, es ficticia. La prisa nos condena al olvido.
Pasamos por las cosas
sin habitarlas, hablamos con los demás sin escucharlos, acumulamos información
que no llegaremos a profundizar. Todo transcurre a un galope ruidoso, vehemente
y efímero. Realmente, la velocidad a la que vivimos nos impide vivir. Una
posible alternativa sería rescatar nuestra relación con el tiempo. Poco a poco,
paso a paso. Esto no es posible sin una a relajación interior. Justamente
porque es enorme la presión para decidir, precisamos de una lentitud que nos
proteja de las precipitaciones mecánicas, de los gestos ciegamente compulsivos,
de las palabras repetidas y banales. Justamente porque nos vemos obligados a
desdoblarnos y multiplicarnos, necesitamos reaprender el aquí y ahora de la
presencia, necesitamos reaprender lo entero, lo intacto, lo concentrado, lo
atento y lo uno.
Aunque en las
sociedades occidentales modernas la lentitud haya perdido su estatus, sigue
siendo un antídoto contra el patrón normalizador. La lentitud intenta huir de
lo cuadriculado; se arriesga a trascender lo meramente funcional y utilitario;
elige en más ocasiones convivir con la vida silenciosa; registra los pequeños
tránsitos de sentido, las variaciones de sabor y sus minucias fascinantes, el
palpar tan íntimo y diverso que puede tener luz.”
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