Recojo el capítulo XI del libro “Pequeña
teología de la lentitud” de José Tolentino Mendoça, por hablar de un tema
que considero sustancial en la vida de
una persona: la alegría. La contrapone, en un principio, con el pesimismo. Yo,
más bien, la hubiera confrontado con “ese talante serio que nos viste de aparente madurez”. Como si la manifestación pública de la alegría no fuera un acto de
madurez.
Al titular la reflexión como “el arte de
la alegría” pone de relieve algo importante: la alegría se aprende. Más aún
la eleva a categoría de arte, como haría en su día con el amor Erich Fromm cuando escribió “El arte de amar”.
Sobre todo, lo que me hizo decidirme a
recoger este capítulo fue la definición tan increíble que hace de la alegría, al
decir que ésta “no se reduce a un forma de bienestar o consuelo emocional, aunque
se puede traducir también de ese modo. La alegría, fundamentalmente, es una
expresión profunda del ser: en bondad, en verdad, en belleza”.
El arte de la alegría.
“La tradición occidental no deja margen de duda sobre el vínculo entre
sabiduría y pesimismo. Es más fácil que pase por sabio el taciturno que el
hombre alegre. Un espíritu torturado y reticente despierta más adhesión que
todos cuantos se esfuerzan por mantener viva la alegría. Existe, de hecho, un
error muy común que lleva a considerar la jovialidad como una característica
espontánea del carácter que nada le debe a la madurez. Cuando en realidad
experimentamos justo lo contrario, ya que el pesimismo es, muy a menudo, la
respuesta más fácil a la presión del tiempo. Es cierto que el pesimismo
desempeña una función purgatoria frente a nuestras derivas, pero un mundo
gestionado por pesimistas no nos invitaría siquiera a levar el ancla del puerto.
Se habla poco de la alegría, y entre las cosas que asumimos como un deber, como
una tare cotidiana, raramente está la alegría. No se nos recuerda tanto como
sería aconsejable el deber de la alegría. Por paradójico que pueda parecer,
incluso la cultura del entretenimiento aborda la alegría con enorme parquedad,
reconociendo que su objeto verdadero no es ella. La alegría se ha convertido en
un tópico más o menos marginal, abandonado al albur de las circunstancias, del
azar y de las idiosincrasias. Pero la alegría también se aprende.
Nos definimos como Homo faber, el artesano, el fabricante, el que realiza
una acción. Y olvidamos que esta queda incompleta si es mera actividad, puro
hacer. Bienaventurados los que viven una historia y la pueden contar. Bienaventurados
los que cultivan flores, pero interrumpen su labor ante ellas, disponibles y
extasiados. Lo peor que nos puede suceder es invertir en una vida alta mente
productiva, pero que ha perdido la capacidad de asombro, la posibilidad del
gozo. Ahora bien, la alegría no nos llega cuando interrumpimos la vida: la
alegría nace cuando tomamos uno de sus hilos, uno cualquiera, y somos capaces
de conducirlo creativamente a su cenit.
Ta alegría no se reduce a una forma de bienestar o a un consuelo emocional,
aunque se puede traducir también de ese modo. La alegría, fundamentalmente, es una
expresión profunda del ser: en bondad, en verdad, en belleza. Constituye una
expansión personalísima de sí mismo. No hay dos alegrías iguales, como no hay
dos llantos iguales. La alegría es singular. A pesar de tener una expresión
física, conserva su naturaleza eminentemente espiritual. Hay quien se refiere a
ella como un «estremecimiento», ya que, de la misma manera que el tallo se
estremece con la brisa o la alteración de la luz, nos recogemos en el
silencioso y sorprendente estremecimiento de la vida. Podemos decir que la
alegría es una grafía del espíritu que nos acerca al milagro y que se traduce
tanto en quietud como en risa, tanto en silencio como en canto, tanto en la
presencia misma como en un entusiasmo compartido.
Un rasgo que caracteriza la alegría es el hecho de que no nos pertenece.
Simplemente irrumpe y nos atraviesa cuando aceptamos construir la existencia
como práctica de hospitalidad. Si insonorizamos nuestro espacio vital, si
impermeabilizamos nuestra atención, la alegría no nos visita. Los días sin
alegría son esos de los que no queda memoria alguna. Llegan a su fin y no
recordamos ni un gesto, ni una frase, nada que contar. En el fondo, no quisimos
nada de aquello ni a aquellos con los que nos cruzamos, o no fuimos queridos;
no permitimos que existiera (o no nos fue permitido) un tránsito, un retorno;
no se abrió el corazón...
Para acceder a la alegría, la vida tiene que hacerse porosa. Aun cuando el
precio incluya el dolor.
Con frecuencia el sufrimiento debe excavar primero en nosotros la
profundidad que después vendrá a llenar la alegría.”
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