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La Navidad momentos antes de serlo.


María estaba a punto de ser madre. Era primeriza pero sabía que el momento había llegado.

  • José, querido, sé que estás tan nervioso como yo pero tienes que dejarme a solas, ha llegado el momento. Todo irá bien. Sabemos de quién nos hemos fiado.
  • Pero… María… (apenas le salía un hilo de voz a José) Estamos muy lejos de casa y no hay familiares ni partera para acompañarte. Además, mira lo sucio que está todo por los animales. Hace frío, y…

José prefirió callar y hacer caso a María, mientras rezaba al Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Su rezo, como en un salmo, salía de lo más profundo de sus entrañas. Sabía que, como le recordó María, debía confiar en el Dios que les había hablado a ellos: un pobre carpintero y la joven María. Pero no entendía del todo cómo el futuro Salvador de su pueblo, el esperado Rey de Reyes, podía nacer en esas condiciones tan miserables y duras. ¿Y si algo salía mal? ¿Acudiría Dios a salvar a su amada María y al niño?

José cerró los ojos y pidió perdón por dudar. Luego, como ya había anochecido, aunque sabía que pasaría la noche en vela, rezó el Shemá, con las palabras de la Torá, para antes de dormir, como buen judío justo y cumplidor de la ley:

“Bendito eres Tú, Hashem, Dios nuestro, Rey del universo, que haces caer el peso del sueño sobre mis ojos y la somnolencia sobre mis párpados. Que sea Tu voluntad, Hashem, mi Dios y Dios de mis antepasados, que me acueste en paz y que me levante en paz. Que mis ideas, sueños negativos y malos pensamientos no me confundan, que mi descendencia sea perfecta ante Ti e ilumines mis ojos para que no muera durante el sueño. Porque Tú eres quien ilumina la pupila del ojo. Bendito eres Tú, Hashem, que ilumina al mundo entero con Su gloria”

Los gritos de María rompieron su oración. Ya había escuchado antes el canto desgarrador del alumbramiento, y recordó las palabras del Génesis que los ancianos rumiaban en estos momentos: “'Multiplicaré tus dolores en el parto, y darás a luz a tus hijos con dolor”. Pero esto tampoco le tranquilizaba.

Miró hacia el cielo desconsolado, en busca de alguna señal que iluminase la noche que se ensanchaba en su pecho. Pero no halló ningún signo particular, a excepción de una estrella que parecía brillar más que las otras. Nada hacía pensar que allí se estaba produciendo un acontecimiento único y extraordinario: el nacimiento del Hijo de Dios.

Después de unas horas de agonía sobrevino un silencio tan profundo y ancho como el que se produce en pleno desierto. Y unos instantes después, que a José se le hicieron eternos, acarició todo su ser el llanto de un niño. Sabía que era niño, no porque como buen judío deseara que fuera así, sino porque el ángel Gabriel se lo anunció en sueños.

Salió corriendo, entre tropiezos, con el corazón golpeando su pecho como si quisiera salir. Y allí estaba María limpiando a la criatura. Era tan pequeño y frágil.

José calló de rodillas ante María y lloró de emoción al verla sana. Se la veía muy cansada, con el rostro muy blanquecino. Los pómulos sonrojados de María, por el esfuerzo, se le antojaron a José los más hermosos del mundo. Y el pequeño recién nacido era perfecto. La creación más maravillosa que había visto nunca.

Algún día se perdonaría haber alejado a María de su casa, por culpa de un inoportuno censo, ordenado por el Emperador César Augusto, y haberla hecho recorrer tantos quilómetros en un pequeño burro, mientras sufría dolores de embarazada.

La noche quedó en calma. Todo había salido bien. Pero todo era tal como debía ser para una familia pobre.

A lo lejos, un grupo de pastores se encaminaba al establo, y cuando el más adelantado se acercó al pesebre, José le dijo:

  • Perdonad, supongo que el pesebre es de vuestro señor y aunque él nos ha dejado pasar la noche aquí, querréis poner a los animales a resguardo. Pero…

El pastor le interrumpió:

  • No, nada de eso. Nosotros estábamos durmiendo al raso y un Ángel nos despertó  diciéndonos: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Al principio estábamos asustados y no sabíamos qué hacer. Pero decidimos venir a ver si era cierto y…

Y ya conocemos todo lo demás.

Lo que no conocemos es qué sucedió desde que el ángel Gabriel los visitara en una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, para anunciarles que María sería la madre del Altísimo, hasta aquella noche en Belén. Lo único extraordinario, aparte de lo que vivieron, fue la noticia dada a María sobre su pariente Isabel que había concebido un hijo a la vejez. Cosa que confirmó María en una visita que hizo a Isabel.

Lo único que podemos presuponer es que ese vacío, sobre la vida de José y María antes de la noche en Belén, transcurrió sin que ningún otro acontecimiento fuera digno de ser recordado. Por tanto tuvieron una vida normal, marcada por lo cotidiano para una familia de aquel entonces.

La vida en Dios, y desde Dios, tiene que ver más con lo cotidiano que con los grandes acontecimientos. Más aún, la noche de Belén, nos muestra como Dios irrumpe en nuestra historia desde dónde no lo esperamos, incluso desde aquellas realidades que aborrecemos: el desamparo, la inseguridad, la pobreza, el temor, el conflicto, la duda… Aquella noche representa nuestra noche interior, nuestra sensación de intemperie y pobreza personal ante tantas circunstancias. Somos, en muchas ocasiones, como ese pesebre, indignos para ser morada de Dios a causa de nuestras miserias. Pero, al igual que sucedió aquella noche, Dios prefiere mostrar su fuerza en la debilidad, su grandeza en la pequeñez, su riqueza en la pobreza… para hacer de nuestras historias personales y comunitarias Historia de Salvación, con todo lo que en ellas hay. Todo… Ninguna herida, dolor, sombra... por grande o profunda que sea, queda fuera de esta redención.

Esto que se vive en Belén es la antesala de lo que ocurrirá en la Resurrección.

Hay una lectura preciosa en la que Tomás, ante la afirmación de sus amigos de haber visto al Señor vivo, después de haber sido crucificado, les dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.

Normalmente, con este texto, se nos predica sobre la falta de fe. Pero se suele pasar por alto algo increíblemente hermoso: si los apóstoles –sobre todo Tomás- pueden reconocer al Resucitado es porque éste no es “otro” diferente al crucificado. Me refiero a que lleva en su cuerpo las heridas. La resurrección no elimina las heridas, sino que les da un sentido nuevo. Y aquello que es signo de muerte se torna en signo de vida. Aquello que nos hizo sufrir en su día, se convierte hoy, en surcos que se hunden en nuestra humanidad herida para acoger semillas nuevas. 

¡Bendita noche cuyas sombras acentuaron la luz!


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