Redes...

Un puñado de aire fresco en nuestro interior


“La mirada de un niño nunca engaña: sus ojos son dos ventanas abiertas al mundo todavía no distorsionado por el pincel caprichoso de ese mal pintor que es el tiempo y el cincel oxidado de esa escultora mediocre que es la experiencia.”  (La grandeza de las cosas sin nombre. Enrique Arce)

¿En qué momento perdemos esa mirada veraz? ¿Cómo aprendemos a responder sobre quienes somos mediante una comparación cruel con los demás?... porque somos muy crueles con nosotros mismos. ¿Cuándo empezamos a dejar, en manos de los demás, la tarea de ser quienes somos, en medio de errores y aciertos, de sombras y luces? Reconozcámoslo, le damos a los demás demasiado poder sobre nuestras vidas: cuando encallamos sin sus aprobaciones; cuando sentimos que baja nuestra marea ante cualquier revés o conflicto; cuando no alcanzamos unas expectativas ajenas que nos lastran la libertad; cuando hemos asumido con resignación que es legítima la defensa: “es que yo soy como soy”, como si ese principio no fuese válido para ambas partes. ¿Cuándo hemos aprendido a huir de la soledad por temor a estar a solas o porque pensamos que ella, la soledad, no es ese espacio profundo donde el encuentro con uno mismo favorece la relación con los demás y propicia, incluso, la experiencia de Dios?... ¡Qué va! ¡Todo lo contrario! Huimos de la soledad porque, en el fondo, no nos gustamos. No nos aceptamos. No nos perdonamos. En definitiva: no nos queremos. Y por tanto, ese encuentro lo presuponemos amargo.

Lo que hemos vivido desde niños, no solo ha ido cambiando nuestra mirada: nos ha ido configurando silenciosamente. También nos han ido tallando las decisiones que hemos ido tomando (las que tomamos a cada instante). Pero esto, que nos condiciona, no nos determina. 

La vida se confabula con nosotros más de lo que podemos percibir: una lectura en el momento adecuado, el gesto de un amigo, un acontecimiento repentino (bueno o malo), una situación de crisis, un gesto de cariño (sobre todo cuando no nos sentimos dignos de él), un momento de oración profunda… Y de pronto sentimos una ráfaga de aire fresco en nuestro interior que hace revolotear, como hojas al viento, nuestras sombras, cansancios y sueños arrinconados. Esto no sana heridas, al menos no las hace desaparecer de un plumazo. Tampoco aligera el equipaje que llevamos a cuestas. Pero nos hace sentir, por un momento, dignos: de amor y respeto, de perdón y comprensión, de apoyo y consuelo, incluso de llorar libremente para dejarnos desbordar por cansancios acumulados. Puede que no sepamos definir bien si esta experiencia es así. Pero esa ráfaga de aire fresco en nuestro interior aporta frescor a nuestra mirada y nos recorre, entre silencios elocuentes, para recordarnos que somos “tesoros en vasijas de barro”. 

Puede que no merezcamos nada o puede que sí, aunque la cuestión es en realidad: que somos dignos de amor y libertad, lo merezcamos o no.

En esto estamos todos implicados pues:

           somos barro,

  estamos hechos del mismo barro…

somos tesoros en vasijas de barro.

      

0 comentarios:

Publicar un comentario